miércoles, 12 de octubre de 2011

Deja Vu?

Estuve esperando que se me cayera alguna idea para la edición de la revista, es que después de 20 años de inventar historias de terror, se me había agotado el tintero de la imaginación. De pronto mi vieja Rémington dejo de dar frutos, dejó de pagar la renta y de conseguir alimentos. Mascaba interminablemente un chicle desgastado con sabor a nada y cero azúcar, encendía y apagaba decenas de Parliament, escribía insultos algunos para mí y otros para mi Jefe de redacción Miguel Rodríguez, un encumbrado mediocre al cual pagaban un jugoso salario por criticar lo que no entendía.
Ese era quizás mi mayor escollo, el tener que soportar que ese infame, que no sabía nada, se metiera con mis bebés una y otra vez, ridiculizando mi esfuerzo.
Entonces comencé a escribir, como catarsis, las cien formas de eliminarlo.
Comencé con algo sencillo: Irrumpí por la puerta, ante la mirada atónita de su secretaria y amante Gloria – o La Negra – una chilena bien agraciada de bellísimos rizos azabaches, metí la mano en mi saco y saque mi reluciente Magnum 357, que compré en la armería de la vuelta, y descargué las seis luces que me llevaron a mis mejores años de paz.
Pero eso hacía suponer que el final de su historia era demasiado rápido, si al fin mi jefe merecía un poco de sufrimiento, entonces empecé a engendrar miles de ideas para deshacerme de él.
Casi sin querer – decía otra de mis historias – le solicité a mi jefe el auto de la empresa con la escusa de llevarlo al lavadero, me alejé de la oficina, lavé el auto en lo de mi amigo Mariano y lo estacioné en una arbolada cerca de la vía muerta, a 6 cuadras de la estación Retiro, caminé hasta las vías y tomé 2 piedras bien duras y con ángulos filosos, me dirigí al estacionamiento de la empresa, y sin que nadie sedé cuenta golpeé los caños de los frenos, si esos que llevan el fluido. A las 6 de la tarde en forma puntual el se retiraba, tomaba la avenida principal y luego subía a la Panamericana, a mi jefe le gustaba la velocidad, y en una curva pronunciada tocó los frenos y no respondieron, su cadáver quedó irreconocible, solo pudieron saber su identidad por la dentadura.
Pero esta teoría dejaba cabos sueltos, todos sabían que yo le tenía mucha bronca, por lo tanto sería el principal sospechoso, además involucraría a mi amigo, y sabrían que salí muy rápido del lavadero.
No quería quedar pegado, pagar a este inservible con años de mi vida era peor, era como que el se salía una vez más con la suya desde el más allá.
Me levanté ofuscado por no poder siquiera en la ficción, librarme de esa molestia, me acerque a la heladera, tomé un poco de gaseosa, hagggg!!! No tiene gas, y me dejó un sabor metálico. Enciendo un cigarrillo y bajo la persiana de la sala, el sol caía hacia el lado de esa ventana, a mi me gustaba por que le daba a mi habitación un confortable color sepia, pero el resplandor no me dejaba escribir.
Dí vueltas a la mesa mirando el papel a mitad de mi vieja Rémington, la risa burlona de mi jefe salía del papel, parecía un fausto entre la luz sepia del atardecer y su risa enfermiza, señalándome, otra vez triunfante.
Volví como el toro al rojo paño, decidido a librarme de Miguel para siempre.
Me tomó seis renglones el preparar el plan perfecto, sencillo, limpio y sin ruido.
Seis renglones que me dieron la paz que tanto anhelaba, pero aún no tenía historia, bueno que importa si ya lo maté, mañana cuando me levante el no va a existir.
Me acosté y dormí como un niño, incluso no recuerdo haber soñado, solo un velo negro como si mi imaginación se hubiera agotado en las 6 hojas escritas con las distintas formas de matar a ese energúmeno.
Suena el despertador y me avisa que mi patético día comienza, otra vez la rutina, el mismo desayuno, un ennegrecido café que esperó toda la noche a fuego mínimo, y la media porción de pizza fría que sobró de anoche.
El apretujado viaje en tren, hasta el centro, una cesión de subte en hora pico, la caminata de las cuadras que separan a la estación Uruguay y la avenida Córdoba.
Pero el paisaje estaba nervioso, un remolino de gente se agolpaba en la puerta de la redacción, dos patrulleros y seis canales de televisión.
La negra se acercó y me abrazó bañada en llanto – Se murió…. Estaba escribiendo y Murió..-  Quien – Le pregunté – Migueluchis- dijo ella, no salía de mi asombro.
Me colé entre dos policías que trataban de contener a la masa de periodistas y curiosos.
Subí las escaleras llegué a su oficina y lo vi, tirado sobre su  Olivetti cero kilómetro, varios papeles en el cesto, recogí uno del piso que decía – Cuando el entró por la puerta de mi oficina lo observé, traía un extraño bulto bajo su saco, un impulso me llevó a tirarme sobre él, lo reduje y le saqué un hermoso revolver que llevaba no sé con que fin.

No podía ser, el escribió su salvación, como si aquella tarde nuestras maquinas de escribir estuvieran conectadas, como si nuestras mentes jugaran al gato y el ratón, o quizás la muerte jugaba con los dos… y él perdió.
Miré de refilón la Olivetti con el papel que parecía en blanco, mientras un oficial de la federal me sacaba a los tirones de la escena del crimen.
Esa noche no pegué un ojo, me retorcía entre la alegría de no ver más su rostro y la preocupación de ser el sospechoso principal. Al día siguiente llego tarde al trabajo flotaba un ambiente de luto, no se escuchaban ruidos de maquinas, ni conversaciones al costado de la cafetera, y sentí sus miradas inquisidoras clavadas en mí – Qué?...- pregunté nervioso, agacharon sus miradas como temerosos.
Me senté en mi escritorio, y el resorte de mi silla me pinchó como todos los días. Me levanté no podía soportar tantas miradas, cuando recogí mis cosas para irme me detuvo un hombre de rasgos duros, ensobrado en un largo sobretodo gris – Buenos días, soy Inocencio Rex, Oficial de la federal encargado del crimen de Miguel Rodríguez…-
Comencé a transpirar frío, se notaba mi nerviosismo, fue cuando Inocencio lanzó su pregunta – Que hacia Ud. En la oficina el día del crimen, que se llevó?... – Nada – dije.
El no me creyó, me esposó y me llevó a la comisaría, al llegar me enteré que allanaron mi casa y descubrieron el papel donde había escrito la forma de matar a Miguel.
Fue mi condena, y esa noche en la celda al cerrar mis ojos volvió como un espectro la cara de mi jefe.
Al otro día sonó el despertador y esto me avisó que mi patético día comenzaba, otra vez la rutina, el mismo desayuno, un ennegrecido café que esperó toda la noche a fuego mínimo, y la media porción de pizza fría que sobró de anoche.
El apretujado viaje en tren, hasta el centro, una cesión de subte en hora pico, la caminata de las cuadras que separan a la estación Uruguay y la avenida Córdoba.
Pero el paisaje estaba nervioso……

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